Friday, June 30, 2006

A 98 años...


Salvador Allende Gossens: una vida de consecuencia y lucha

Salvador Allende nació el 26 de junio de 1908 en Valparaíso, aunque sus primeros años transcurrieron en Tacna, ciudad en cuyo liceo aprendió las primeras letras. Los años de infancia coincidieron con la incubación de profundos problemas económico-sociales, marco bajo cuyas condiciones creció y estudió. En 1918 su padre decidió enviarlo a Santiago, al Instituto Nacional. Años más tarde, cursando el 4° año de humanidades, el joven Salvador Allende escuchó hablar de un suceso destinado a transformar el mundo: la Revolución de Octubre. En el acto se abrieron profundas interrogantes y sería un maestro ebanista, perteneciente a la cultura de los anarquistas, llamado Juan Demarchi quien lo introduciría en los problemas de la "cuestión social". Tras el servicio militar ingresó a la universidad, donde pronto se transformó en líder. Asumió la presidencia del Centro de Alumnos de Medicina y la vicepresidencia de la FECH, situación que coincidió con un conflictivo cuadro histórico, caracterizado por el fin de una fase dorada, basada en los beneficios del excedente salitrero y por un agudo conflicto en todas las áreas de la sociedad, período tenso y convulso que culminó con la irrupción de los militares y la posterior dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931). El surgimiento de un líder A principios de la década del treinta, tras sucesivas manifestaciones populares que estremecieron al país, cayó el régimen. Allende asumió a cabalidad sus responsabilidades como dirigente estudiantil y poco después apoyó activamente el episodio de la República Socialista (1932), actitud que le costó la comparencia ante tres Cortes Marciales. Bajo estas circunstancias y estando detenido, le comunicaron la noticia del inminente fallecimiento de su progenitor. Acto seguido, haciendo uso de un permiso de dos horas, llegaría ante el moribundo sólo para despedirse. Durante esta fase el pensamiento del novel dirigente adquirió matrices rectores y definiciones conceptuales y teóricas. En su primera etapa de conciencia social se entrelazaron razonamientos provenientes de la teoría marxista del conocimiento, producto de las tertulias universitarias y de su adscripción al grupo "Avance", y aspectos del ideario anarquista por la irradiación y embrujo del fascinante ebanista J. Demarchi. En 1929, adoptando la tradición familiar, ingresó a la masonería. En este período, el mérito radicaba en la lucha por la imposición del sistema democrático que logró perdurar entre 1933 y 1973, excepción hecha de los desbordes del gobierno de Arturo Alessandri Palma y de Gabriel González Videla. Es en esta etapa juvenil cuando despuntaron sus dotes de conductor y líder del ideario socialista. Una de las expresiones más significativas pronunciadas por Allende, luego del triunfo de la Unidad Popular, fue: "No puedo ni podré olvidar jamás que todo lo que he sido y todo lo que soy se lo debo a mi partido". La organización política lo dotó de parámetros analíticos y paradigmas teóricos que le acompañaron durante toda la vida. El nexo entablado es tan sólido que sólo la muerte pudo romper la relación entre Allende-persona y Allende-militante. De militante pronto se trasformó en jefe del núcleo, para luego asumir la secretaría de estudios sociales y la dirección regional de su partido. Desde esta trinchera y vinculado familiarmente con Marmaduke Grove, apoyó la experiencia de la República Socialista (1932), febril actividad política que no pasó inadvertida porque pronto recayó sobre él la ira de los sectores dominantes, quienes lo calificaron como un "peligroso agitador". Fue detenido y luego relegado a Caldera, en medio del desborde represivo desencadenado por Arturo Alessandri. Tenía entonces 27 años.
Un año más tarde, ya de vuelta en el puerto, contribuyó a la formación de una alianza de profundo contenido histórico para la causa popular y el desarrollo de la nación, como fue el Bloque de Izquierdas, antecedente inmediato del Frente Popular, episodio histórico-político que contribuyó a su acceso a la Cámara de Diputados en 1937. La formación del Bloque de Izquierdas en Valparaíso antecedió al Frente Popular, alianza de gravitantes consecuencias en la que Salvador Allende tuvo una destacada participación como Ministro de Salubridad (1939), en representación de un partido del cual se había transformado en subsecretario general. Entre las múltiples actividades y responsabilidades, destaca la participación en la fundación de las Milicias Socialistas. El rango ministerial fue asumido en una particular coyuntura. El presidente Pedro Aguirre Cerda, lo incorporó al gabinete con el objetivo de reforzar posiciones ante un intento de golpe de Estado perpetrado por el general Ariosto Herrera, aunque tras bambalinas se ocultaba Carlos Ibáñez del Campo, el antiguo dictador. Días antes había estallado la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). En Chile las repercusiones no se hicieron esperar, pero el gobierno mantuvo una benevolente neutralidad favorable al eje. La izquierda demanda la ruptura de relaciones diplomáticas con el eje nazi fascista, exigencia retrasada por la muerte del Presidente Aguirre Cerda, a quien sucedió Juan Antonio Ríos. El Ministro de Salubridad presentó su renuncia por desacuerdos en la conducción de la política nacional e internacional. En 1940 contrajo matrimonio con Hortensia Bussi, una joven profesora de Historia y Geografía, a quien había conocido el 25 de enero de 1939 bajo las circunstancias aciagas del terremoto de Chillán. Un par de años más tarde (1943) asumió la Secretaría General del Partido Socialista, para luego ser electo senador (1945) por la antigua 9° circunscripción de Valdivia, Osorno, Llanquihue, Chiloé, Aysén y Magallanes. Independiente de la suerte corrida, los gobiernos de Frente Popular repercutieron significativamente en la historia de Chile, al modernizar las estructuras del Estado, desarrollar infraestructura económica y acelerar cambios en el sistema político. La característica de esta fase es la normalidad progresiva y normativa político-institucional en el funcionamiento de los aparatos del Estado, cuestión que floreció a partir del 1958. El fundamento histórico y político de la estrategia política de Allende era la profundización democrática, el robustecimiento del desarrollo y un nuevo modelo de democracia social sustentada en el Estado.

Del FRAP a la Unidad Popular

En 1951, el "Mussolini del nuevo mundo", como gustó hacerse llamar Carlos Ibáñez del Campo, presentó su candidatura presidencial siendo apoyado por un sector democrático. Ante esta situación, Salvador Allende, junto a comunistas, radicales doctrinarios y la izquierda socialista fundaron el Frente del Pueblo, alianza calificada como "una conciencia en marcha". Los 52 mil votos obtenidos por Allende en las elecciones presidenciales de 1952 inauguraron un período que 17 años más tarde culminó en la Unidad Popular. Pero lo central de estos acontecimientos radica en la aparición de un proyecto que contenía un programa y una concepción de sociedad. La participación en la justa electoral no fue un mero simbolismo, porque en el centro de la escena histórica comenzaban a tomar posición nuevas fuerzas sociales, que irrumpieron en el sistema político a través de un electorado de masas que se amplió (1958), marco en que se configuró la estrategia político-institucional. Salvador Allende, en esta coyuntura, terminó por convertirse en el pericentro de cualquier alianza, proyectando su figura por sobre la izquierda. Era ya el líder natural de los desposeídos y un dirigente respetado cuando en 1953 fue reelegido senador por Tarapacá y Antofagasta. Tres años después, el Frente del Pueblo dio paso a una alianza más amplia, con la incorporación de nuevos grupos sociales y políticos al conglomerado. La aparición del FRAP coincidió además con la unificación de la clase obrera en torno a la CUT (1953), el reingreso de la FECH y un nuevo nivel de desarrollo del campesinado organizado, mientras la sociedad civil experimentaba la ampliación del derecho a voto y la solidificación del sistema político, curso fortalecido además por la unificación del PS (1957) y los desacuerdos del 10° congreso del PS (1956). Todos estos acontecimientos se materializaron en la extraordinaria votación alcanzada por su candidatura presidencial en 1958, ocasión en que lo derrotó J. Alessandri por un escaso margen de votos. En 1961 nuevamente fue elegido senador de la República, esta vez por su natal Valparaíso. Un par de años más tarde, la Asamblea Nacional del Pueblo lo proclamó abanderado de las aspiraciones populares, asumiendo por tercera vez la responsabilidad de la candidatura presidencial. En esta ocasión (1964), enfrentó a Eduardo Frei, líder histórico de la Democracia Cristiana. A poco andar la campaña fue ganando fuerza, hasta que en marzo de 1964, pocos meses antes de la elección presidencial, en una elección complementaria por Curicó, el FRAP, contra toda previsión logró un triunfo con la elección del doctor Oscar Naranjo. La derecha, profundamente alarmada, optó por entregar sus votos a Eduardo Frei, considerándolo como mal menor. A principios de la década del setenta despunta en América Latina un fenómeno de gravitantes consecuencias, como fue el triunfo de la revolución cubana, de la que Allende fue un decidido partidario y defensor. Se abrió así un período particularmente convulso, caracterizado por la agudización de los conflictos internacionales, especialmente en el Tercer Mundo, influjo ante el cual una gran parte de la izquierda latinoamericana y chilena rindió tributo, suscribiendo la tesis de la vía armada y de asalto directo al poder político del Estado. Entre 1966 y 1969, Allende ocuparía el cargo de presidente del Senado, siendo reelecto este último año por la circunscripción de Chiloé, Aysén y Magallanes. Desempeñó un destacado lugar en el ámbito de la política internacional al participar en la Conferencia Tricontinental y, posteriormente, en la fundación de la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad), episodio que sumado a su apoyo a la guerrilla del Che Guevara lo pusieron en el centro de los ataques de la derecha.

Pese a circunstancias poco favorables, Allende persistió en su postura analítica, teniendo presente las características históricas de Chile. El resultado sería la exigencia de vastos sectores para que Allende asumiera nuevamente la representación de la izquierda, de manera que en enero de 1970 fue proclamada su cuarta candidatura a la presidencia de la República. A diferencia de las ocasiones anteriores, contaba con el apoyo del tronco radical y con el especial concurso de actores de raíz cristiana que dieron un peso particular a la alianza esta vez denominada Unidad Popular. Acto seguido, el 4 de septiembre de 1970, se llevaron a cabo las elecciones presidenciales más disputadas de la historia nacional, bajo un clima tenso y febril. La madrugada del 5 de septiembre el triunfo de Salvador Allende era una realidad. Luego, por espacio de mil días, se desarrollaría la experiencia de la Unidad Popular. El balance de ese agitado período es hoy patrimonio exclusivo de la historia. Lo cierto es que una vasta conspiración, en la que tomaron parte activa el capital nacional y transnacional, el imperialismo, las fuerzas políticas del centro y la derecha y los gremios empresariales y profesionales, creó las condiciones que condujeron a las Fuerzas Armadas a interrumpir a sangre y a fuego el 11 de septiembre de 1973 la democracia chilena. Salvador Allende pagó con su vida su profunda vocación democrática y su inquebrantable lealtad con su pueblo. Previo al instante supremo con el que será recordado para la posteridad, denunció las dimensiones de la traición y vaticinó con clarividencia el período gris que se abatía sobre Chile. Sin embargo, en su conmovedora alocución final, hubo lugar a la esperanza al anunciar que más tarde que temprano se abrirían las anchas alamedas.

Saturday, June 10, 2006

Una intervención laica en la educación para garantizar la ciudadanía


La escuela no puede ser verdaderamente humanista si no es laica. Es decir, verdaderamente respetuosa con toda posible opción filosófica o espiritual que no pretenda imponerse sobre las otras y que no pretenda disfrutar de ningún privilegio en el uso del espacio público...


La educación debe fundamentarse en una perspectiva humanista, en la que el respeto a la dignidad y a la autonomía de la persona constituya la base irrenunciable de la misma, tanto por lo que respecta a los educandos como a los educadores, pero, sobre todo, a los alumnos, que son el sujeto preferente y el primer y último protagonista.
Y esta perspectiva no puede ser verdaderamente humanista si no es laica. Es decir, verdaderamente respetuosa con toda posible opción filosófica o espiritual que no pretenda imponerse sobre las otras y que no pretenda disfrutar de ningún privilegio en el uso del espacio público. La escuela ha de ser el mejor ejemplo de ello. Y, por lo tanto, no ha de vincularse con ninguna otra opción que la del respeto y la tolerancia, sin ninguna clase de dirigismo adoctrinador.
El compromiso por la educación laica es la herramienta para conseguir que los hombres y mujeres se sientan libres y puedan ejercer como seres dotados de capacidad de acción, gozando de posibilidades de crecer, formarse siempre, desarrollarse y, por tanto, vivir con dignidad. Una escuela laica basada en el respeto a la conciencia del alumno que se forma y que ha de estar dotada de instrumentos de juicio crítico no impedirá, en absoluto, el conocimiento de las formas de percepción religiosa del mundo ni de las diversas tradiciones filosóficas, sin presentar ninguna de ellas como un bien espiritual o social positivo que sea necesario asumir irracionalmente. Esta es una de las bases de la educación humanista, crítica y laica.
Por lo tanto, la escuela no ha de ofrecer ningún sistema regulado o extraescolar de difusión de creencias como tales creencias, más allá de su reflejo histórico, filosófico y cultural en las áreas de conocimiento del medio social y cultural y de la historia de las civilizaciones.
La enseñanza en una sociedad democrática debe garantizar el acceso de los niños y niñas, de los adolescentes, de los jóvenes –de todos los ciudadanos y ciudadanas, en definitiva– a una completa formación, no discriminatoria, de carácter universal, con rigor científico y con respeto a la libre conciencia de todos y de cada uno. Ninguna medida desigualitaria que se fundamente en un criterio abusivo y exclusivista puede pretender introducirse en la escuela, imponerse obligatoriamente y producir, como consecuencia, la segregación, la separación entre unos y otros alumnos. Una intervención laica en la organización del espacio escolar –del espacio espiritual y del espacio físico– ha de trabajar para impedir que el alumnado pueda ser separado en función de criterios que, a menudo, son los de la adscripción comunitaria de sus padres o responsables, de su grupo inmediato de convivencia. La capacidad de fomentar el acceso por parte de los chicos y chicas a toda la formación –no tan sólo a toda la información– es un derecho que las sociedades democráticas han de considerar fundamental y, en este sentido, han de priorizar por encima del derecho a la transmisión de los códigos culturales del grupo originario. El derecho de los niños a la educación ha de prevalecer por encima del derecho de los padres o responsables a imponerles sus creencias particulares. Esto, en todo caso, ya lo pueden tener garantizado en casa y en el seno de sus respectivas comunidades de creencia.
Los valores de una educación laica son, en buena medida, los que se adecuan a la perspectiva de una pedagogía respetuosa, en todo, con el ser completo que es el alumno, un ser completo que no es un adulto en minúscula ni en miniatura, pero a quien debe proporcionarse la posibilidad de desarrollar todas las posibilidades que conlleva el ejercicio en plenitud de su misma humanidad. Y de ahí deriva, directamente, la posibilidad de un alcance educativo que fundamente la ética autónoma que garantizará la convivencia civil, permitiendo forjar ciudadanos plenamente conscientes de sus derechos y deberes, conscientes, también, de la posibilidad real de ejercer su soberanía de manera libre y responsable.
La educación en el tiempo libre, la vivencia del espacio, por ejemplo, es un inmejorable ejemplo de ello. Porque es en el tiempo –y en el espacio– libremente escogidos donde los niños pueden desarrollar toda la capacidad de llegar a ser sujetos protagonistas de sus propios criterios normativos. La ausencia de hegemonismos exclusivos y de normas unívocas que se imponen desde fuera de su mismo mundo es una condición necesaria. De eso habló Jean Piaget:
“El alcance educativo del respeto mutuo y de los métodos fundamentados sobre la organización social espontánea de los niños entre ellos, es precisamente el permitirles elaborar una disciplina cuya necesidad se descubre en la misma acción en lugar de ser recibida ya hecha antes de poder ser comprendida; y es en este sentido que los métodos activos hacen el mismo servicio insubstituible en la educación moral y en la educación de la inteligencia: conducen al niño a construir él mismo los instrumentos que le transformarán desde dentro, es decir, realmente, y ya no sólo en superficie”. (Piaget, 1974)
Una educación, reglada y no reglada, laica y activa, centrada fundamentalmente en los niños y niñas, los adolescentes y los jóvenes, constituye una base de las sociedades democráticas y de la convivencia civil pacífica, en la medida en que no se opone a ningún criterio filosófico o religioso, y los respeta todos y, por lo tanto, favorece las condiciones de tolerancia mutua para que todos puedan disfrutar de libertad de conciencia sin imponer las propias convicciones en el espacio público.
Actualmente, teniendo en cuenta los procesos de interacción entre personas, pueblos, culturas y sensibilidades, cada vez más presentes en nuestros contextos contemporáneos, de una asunción coherente del papel formador de ciudadanía de todo el entramado educativo derivará la capacidad de gestión de una sociedad cada vez más diversa y plural, de un espacio público en el cual todos y todas puedan llegar a ser protagonistas activos. Y eso tiene mucho que ver con la vivencia de métodos pedagógicos inclusivos, universales, no monopolizados por ningún sistema único de supuestas verdades finales. Se trata, pues, de que la enseñanza sea el vehículo de los valores que todos los chicos y chicas puedan compartir, impulsando aquello que, de verdad y sin abstracción, tienen en común: el derecho de todas las personas a su dignidad y, por lo tanto, el deber de todas las personas de respetar la dignidad de los demás.
La escuela fomenta esta valoración central de la dignidad de todos y de todas en la medida en que ayuda a formarse una visión del mundo y de la sociedad en la cual todas las personas puedan disfrutar de las mismas capacidades de convertir sus derechos en oportunidades reales, y en la cual nadie sufra ningún tipo de exclusión por razones de identidad, origen, creencia, lengua o cualquier otra característica personal o social. Es decir, en la medida en que anticipa la idea de la ciudadanía republicana (al margen de la forma política concreta que adopte la comunidad) según la cual cada una de las personas es ciudadana en pleno derecho por ella misma y se relaciona directamente con los demás, con la comunidad, con la administración, con el Estado, sin hacer derivar este derecho de su adscripción a uno u otro grupo específico o a una u otra comunidad cultural originaria.
La laicidad, como nexo que fundamenta la convivencia, ha de impedir que en ningún caso alguien pueda hacer uso de su hipotética identidad comunitaria como garantía de privilegios o como excusa para generar exclusiones. Este es, verdaderamente, el peligro del comunitarismo identitario que, a veces bajo el falso aspecto de un discurso multiculturalista, pretende dificultar la transversalidad de la sociedad democrática y segregar a las personas más allá de su derecho a ser reconocidas como ciudadanas por ellas mismas. Todos y todas hemos de ser reconocidos desde la infancia, evidentemente, como sujetos de todos los derechos, como finalidades y no como instrumentos. Los valores estrictamente básicos para conseguirlo no pueden ir demasiado lejos de la asunción de la pluralidad enriquecedora de la vida y de los seres, de su mutua y permanente impregnación, de la gozosa capacidad de disfrutar, precisamente, de esta pluralidad y, con esta finalidad, de respetarla. La tolerancia activa como instrumento, la defensa del derecho a la dignidad de las personas, la no imposición de ningún criterio exclusivo, la no segregación de nadie por motivos de adscripción comunitaria, son sus resultados. Este es el valor humanista que fundamenta la enseñanza laica. ( Vicenç Molina , Fundació Ferrer i Guàrdia. Este artículo ha sido editado originalmente en http://www.senderi.org/ y su publicación autorizada en Avance.cl)
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-Piaget, J (1974). On va l'educació. Barcelona. Teide,. pàg. 62